JULIO ROMERO DE TORRES EN CORDOBA PASION Y DUENDE – Proyecto Garlo

Julio Romero de Torres y sus obras comentadas.

150 ANIVERSARIO NACIMIENTO JULIO ROMERO DE TORRES. ACTUALIDAD OBRAS Y RESTAURACIONES. NOVEDADES.

Es mi forma como investigador de Historia del Arte dar homenaje a Julio Romero de Torres, la urgente rehabilitación y musealización de su Casa Natal, y el recuerdo de Córdoba.

MARTA ORTÍZ, LDA. B.B.A.A. RESTAURADORA

COLECCIÓN PRIVADA DEL DR. BLAS GARCÍA.
POZOBLANCO/SANTA CRUZ DE TENERIFE.
ESPAÑA
RETRATO DE ADELA CARBONE. LA TANAGRA
Año 1911
Autor Julio Romero de Torres
Técnica Pintura al óleo y al temple
Estilo Simbolismo
Tamaño 166,5 cm × 103,5 cm
Gracias a Dr. Blas García y a Marta Ortíz por autorizar la difusión de la Colección Artística Julio Romero de Torres y los trabajos profesionales de Restauración. Juanjo Garlo.

Da Vinci es el despertar del Renacimiento por JRT en 1929.

Da Vinci es el despertar del Renacimiento por JRT en 1929 jpg – Proyecto Garlo
FIGURAS DE ESPAÑA. JULIO ROMERO DE TORRES. En La Libertad, 1929, firmado por el periodista Dario Pérez.
Cierto día, en un pueblo castellano, en la parda llanura enjoyada por el oro de la mies en siega y rota en la lejanía por la silueta de un castillo demolido, hojeábamos un libro de arte en pleno pinar, oliente a resina y tomillares. Al volver una de las hojas, a toda plana, aparece, en color, el busto inconfundible de «La Gioconda». Monna Lisa, como en el Louvre, allí, entre los pinos resinosos y esbeltos y bajo el palio azul del horizonte, miraba, hierática y dulce, y plegaba sus labios con la sonrisa del enigma nunca descifrado.
Uno de los que me rodeaban, extraño a toda emoción artística, provocó mi sorpresa, diciendo:
– ¡Parece un cuadro de Romero de Torres!…
Algún tiempo después leía yo un magnífico ensayo, aparecido en LA LIBERTAD, sobre la potencia de sugestión estética de Andalucía y el caudal de sus realizaciones populares en la copla, a la que los Quintero han erigido en «Cancionera» un retablo dinámico semejante al que Romero de Torres le consagró en la quietud expresiva del lienzo. Y Cansinos Asens, autor del ensayo – el crítico actual de más densa preparación y más vasta cultura literaria-, señalaba a los Quintero y a Romero de Torres, con su poder de creación, como los intérpretes de la copla en sus obras más representativas.
Y agregaba: «Este misterio del alma andaluza aparece flagrante en los lienzos de ese gran pintor ya aludido, Romero de Torres, cuya obra parece animada por una subterránea corriente teológica, de una teología de artista, inconsciente, arrastrada hasta él por el caudal de genio hereditario, hasta constituir un modeo especial de visión. En los cuadros de Romero de Torres, donde lo menos importante es la calidad pictórica y en lo que en la técnica haya podido influir el idealismo italiano, y lo más interesante la palabra tácita, y sin embargo, elocuente, y que en éste constituyen una obra literaria o musical, está todo el drama andaluz expresado en su fatalidad mística y redimiéndose en una gloria de belleza.
Cuando de un artista se emite un juicio rotundo en la ponderación de su mérito por pluma de tan serena autoridad y alto prestigio como la de Cansinos Assens, y logra marcar un estilo que dejará huella en quien, extraño al movimiento artístico, se debate en zonas distantes de la emoción de Arte, bien se puede concluir que el logro de tan profuso juicio es la consagración de un nombre de gloria hondamente cimentada.
Esta legítima fama del pintor cordobés ha sido rápidamente obtenida. La incomprensión, la moligatoria y las tradicionales dificultades del noviciado parecieron unirse para alianar el camino del éxito. Bastó un cuadro: Vividoras del amor.
Romero de Torres se presentó en la Exposición Nacional de Madrid en 1906. El Jurado, influido por remilgos de un pudor pazguato, no admitió el cuadro al certamen. Debió pinchar a los jurados un tardío remordimiento. Para dulcificarlo consiguieron una real orden explicativa y sin precedentes. La real orden declaraba no admitir «Vividoras del amor» por considerarlo inmoral, pero que tenía grandes méritos artísticos.
Una vez más asomó el manoseado tema de la Moral en el Arte. Y el rebaño meticuloso, que es, por lo visto, capaz de rijosidades ante la majestuosa y nobre y serena desnudez de las inspiradas creaciones clásicas de los grandes maestros, se alborotó en una cruzada a favor de su doncellez ofendida. Pero el pintor excluido no quiso quedar bajo la acusación de inmoralidad y expuso el cuadro en un casino, para que, no ya un tribunal sobre el que, verticalmente y llegando al fondo de sus prejuicios descendía una feroz tradición de preocupaciones y fingimientos, sino el jurado popular fallaze.
El ruido del escándalo se apagó como el de un avión que se aleja, y un clamor de éxito resonante colocó la primera piedra de la fama que ya nunca se mostraría esquiva al ilustre cordobés. En días alcanzó un renombre que otros artistas de mérito no consiguen nunca. No hay tierra más fértil que la abonada con el odio sectario.

 

En 1908, Romero de Torres vuelve a la liza con su cuadro, «Musa gitana». Atrajo en aquella Exposición Nacional la mirada del público y de la crítica. El éxito fue grande,y, como toda obra genial, la diversidad del gusto, el apasionamiento de escuela y algo de más plebeyo origen, provocó discusiones que no dejaron de adquirir violencias de disputas.
Pero todavía la adustez de los vencidos y la maniobra subterránea y latente en los bajos fondos de esta limpia superficie de la vida artística, quisieron que Romero de Torres se ciñase nuevos laureles, aprovechando su presentación de «La Consagración de la copla», en la exposición de 1912. El Jurado prescindió de recompensarle, semejante actitud levantó una formidable protesta, que recogió el diario «La Tribuna», iniciando una subscripción pública para regalar al autor de «La Consagración de la copla» una medalla de oro. El público, indignado por la preterición de Romero de Torres, y apasionado de la belleza del cuadro, engrosó rápidamente la lista de subscripción, en la que figuraban casi todos los intelectuales más renombrados, y el gran Julio Antonio modeló la medalla de oro que se entregó al pintor, nuevamente laureado, ahora en plebiscito irrecusable. El éxito no fue un desagravio: resultó una apoteosis.
De entonces acá, Romero de Torres ha hecho del éxito un servidor suyo que le acompaña, le acaricia y espolea sus inspiración. Diríase también que pinta mejor… Si le preguntáis por sus cuadros predilectos, os contestará:
– Los que hago ahora.
No le apremia ya la necesidad de producir y goza el placer de pintar «como quiera». Quizá sus pinceles, al buscar en la paleta el secreto del matiz, lo hallan más fácilmente desenvolviéndose en una libertad antes limitada, con lo cual pueden servir a un lógico empeño de renovarse y, si les fuese posible, superarse.
 
Líbreme Dios de juzgar el arte de Romero de Torres; ni el de antes ni el de ahora… Cuando la condición de mi tarea no lo impidiese, habría de impedirlo el explicable apartamiento de la crítica en que se desenvuelve el aficionado. Pero si no se estimase petulancia, diría que el arte de Romero de Torres se preocupa, más que de la técnica o el aspecto especulativo, de la expresión de la belleza, sin habilidades preceptistas que lograran la exactitud en la copla de la naturaleza, pero atan las emociones de la inspiración artística. El no olvidará los consabidos elementos estéticos y atenderá la composición para combinar y distribuir; el dibujo, para el movimiento, la perspectiva, punto de distancia, cuanto es dogmático en la técnica pictórica, pero pienso que para Romero de Torres los principales elementos estéticos de la pintura son el dibujo y el color. En el dibujo está el gesto, y en el color, la expresión. En el colorido y es el claro-osbcuro se recoge la gradación de la luz y el acento de la perspectiva. La sombra de Ribera, y la luz de Rubens, y la nobre gama de Velázquez no influyen tanto en Romero de Torres como la profunda ensoñación de Rembrandt y la maestría de Vinci para reflejar los estados del alma. Así puede afirmar el pintor andaluz: «De los grandes artistas antiguos, el que me produjo una simpatía más honda fue Leonardo de Vinci».
Se comprende la vehemente inclinación. Aquel mágico Leonardo, pintor, dibujante, arquitecto, que sabe construir aparatos de destrucción, de fabricación, de ingeniería, apto para presidir una Academia de Ciencias y para escribir un Tratado de Anatomía, matemático y músico, que deja huella como escultor en el baptisterio de Florencia; polígrafo, cerebro excepcional, cuya nariz aguileña trazó el brío de su voluntad y la barba maga una teogonía de embrujamiento, es el pintor que, al través de cuatro siglos, radía inspiración y enseña una manera de expresión no superada y pregonada en un cuadro cumbre: «La cena». Leonardo de Vinci, al conjuro de las palabras de Cristo: «Unus vesirum me traiditurus est», supera, del Veronés a Juna de Juanes, a todos, en un alarde anatómico del rostro de los Apóstoles dominados por las pasiones que los sacuden, y en una gradación del colorido, para lograr la expresión de cada sentimiento.
Romero de Torres, que tiene el sentido del color, del acromatismo, de ese acorde que esfuma las crudas tonalidades de la paleta hasta disolverlas en una diafanidad de carnes morenas y limpias, es el pintor del sentimiento.

 

– Yo reverencio a los grandes maestros- diceme -; sobre todo a Velázquez, supremo señor de la técnica; pero una invencible simpatía me lleva a Leonardo, esa cumbre de la pintura, que siendo maestro en tantas ciencias y artes, destaca de tal manera, que destruida toda su obra por las guerras y el abandono de los hombres, le basta ocho cuadros, únicos que se conservan, para su influjo y su gloria. Indudablemente, estoy influenciado por su manera y me seduce su armonía del color y su dominio de la expresión humana, en la cual se aprecian vastos estudios anatómicos. El anuncia el despertar del Renacimiento, contrastando su obra con la expresión del hieratismo trágico de los primitivos.
Y como si quisiera llevar al lienzo el recuerdo de la suavidad de Leonardo, va deslizando su pincel, frente a la modelo desnuda. En «La salida del baño», amorosamente, lentamente, en una combinación de tonos diáfanos y finos, triunfantes de la desnudez, piedra de toque del pintor.
– El desnudo es lo más difícil – confirma.
Y en abordar y vencer la desnudez se complace, pensando, como un gran crítico, no existir moralidad o inmoralidad en la obra de arte, sino «valor artístico». En el estudio de Romero de Torres hay varios desnudos. No quedan más porque ha de satisfacer apremiantes y repetidas peticiones de cuadros, especialmente de América. En América goza de predilección. Durante los meses que permaneció en Buenos Aires no pudo atender todos los encargos, singularmente de retratos.
El retrato de Julio Romero, con preferencia el de mujer, ejerce una irresistible seducción y tiene características inconfundibles. A estos retratos se asoma el alma en rostros transparentes, factura elegante y fina delicadeza. Las artistas agobian a Romero: hartas de pintarse mal, quieren ser pintadas bien, al fin. Creador de sugestión, su pincel es como un crisol que trueca la fealdad en hermosura, la ordinariez en distinción, sin que la metamorfosis cambie la personalidad. Para el pincel torpe, el escorzo es una degradación; para el suyo, una nueva sugerencia estética. Este dominio le hace recrearse en el desnudo. Ahora tiene un cuadro que titula «Las dos rivales».

 

Dos mujeres desnudas, separadas por el sombrero cordobés volcado en medio, se lanzan el reto de sus cuerpos magníficos. Son dos figuras encantadoras: finas, estilizadas, de armonía y proporción, de serena sensualidad. Una de ellas, la de la izquierda, es rusa. Vino en una compañía de opereta. No encontró «su» pintor en toda Europa. Deseaba llegar a Madrid para encontrar a Romero de Torres. En cuanto entró en la capital de España, corrió al estudio del ilustre pintor y le hizo el regio presente artístico de su cuerpo, que él, para corresponderlo, llevó al lienzo con su pincel de magia. La mujer desnuda de Romero no quita mérito a sus mujeres vestidas. Pregónalo «La sombra de la noche», que se reclina junto a «Las dos rivales». Representa un grupo meretricio que ampara en la obscuridad su oferta. Vestidas están ciertamente, casi ocultas, más que por la noche y por sus vestidos, por los mantones que las arrebujan: pero la escualidez de los rostros, el desmayo del vicioso cansancio, los agudos perfiles y las miradas encanalladas, lujuriantes y codiciosas, no borran, en su realismo, un gesto noble; el del pincel que paso fugitivo sobre las figuras prostibularias.

¿Cómo adquirió su manera inconfundible Julio Romero de Torres? Sería inútil preguntárselo. El no ignora su maestría, que reconocen cuantos vieron sus obra (a gritos se lo dicen los premios conseguidos, la preferencia por sus obras, el ditirambo de los críticos, el recelo de algunos camaradas); pero su modestia le hace sordo para oír y ciego para ver. Benavente dijo que sus cuadros no deberían ir al Museo de Arte Moderno, sino al Museo del Prado, y él, a lo sumo, reduce su hiperbólico «autobombo» a un sencillo: «No está mal». Sin embargo, no hace falta que él lo diga. Sus antecedentes artísticos explican lo que él calla para … no hablar de sí mismo.
Nació en Córdoba en un suntuoso edificio de los Reyes Católicos. En él, D. Rafael Romero Barros, padre de Julio, fundó el Museo de Pinturas, el Museo Arqueológico y la Escuela de Bellas Artes. D. Rafael Romero, gran pintor, escritor y arqueólogo ilustre, creó y difundió la actual cultura artística cordobesa. El fue, verdaderamente, el maestro de su hijo y, sin duda, del hermano de Julio, Rafael, muerto prematuramente, pintor y dibujante maravilloso (en Roma le decían, «el Fortuny cordobés»); como también de su otro hijo, Enrique, actual director del Museo y continuador de la gran labor de su padre. En ese ambiente propicio se despertaron las aficiones artísticas de nuestro ilustre silueteado.
La primera época fue de tanteos y vacilaciones. El decaimiento anuló el trabajo. Su afición nativa no sesteaba y le llevó a conocer el movimiento artístico de primeros de siglo. Visitó las principales capitales europeas y las pinacotecas más famosas. Entonces el impresionismo, entre otras tendencias, inquietaba no poco. En ese viaje, Julio Romero afirmó su personalidad y definió su destino. Poco después, en 1906, sus «Vividoras del amor», en medio de fragoroso escándalo, comenzaron a tejer la corona de sus triunfos.
Sin embargo, es de preguntar que si Romero de Torres no hubiese nacido en Córdoba y sus aptitudes nativas no hubiesen florecido en un ambiente de misterio y nostalgia, nunca su personalidad hubiera logrado definirse y confirmarse. Así, Andalucía tiene su copla y Córdoba su pintor. Y el pintor y la copla, su mujer. Mujer de misterio, de copla. Mujer que es toda Andalucía; porque ella, en su dramatismo del gestor y sugestión del mirar, y líneas del busto y pasión de las flores, simboliza una tierra que está ungida por la gracia y diluye su alegría popular en una reverberación de santidad y de pecado que desmaya en el origen oriental de razas extinguidas, cuyas huellas se pierden en luces y sombras, cristalizadas en la copla del pueblo, sencilla, delicada y triste. Andalucía es su copla, como Córdoba es un suspiro; y la mujer andaluza está formada por suspiro y copla, aliados en el pincel de Romero de Torres, espíritu monacal, erótico, candoroso y gitano, filtrado en sus mujeres de ensueño.
La mujer de Julio Romero no es ni podía ser otra que la mujer andaluza, y si se alambica la representación, la mujer cordobesa. Córdoba, en la penumbra silente de la Mezquita florecida en las palmeras de su columnata; en el ritmo claustral de sus callejones, al pie de la Torre de Mal Muerta y endiademada por sus ermitas; en la paz penitencial de una expiación remota, trémula aún por el recuerdo del exorcismo; soledad doliente cuyo fondo atávico constituye un reflejo de misticismo y paganía; con los naranjales y azahares que ponen un destello alegre en el ascetismo secular, es el marco propio de la copla, ennoblecida por la inspiración de los Machado y los Quintero y encarnada en la mujer que pinta Romero de Torres. Por esto, sus mujeres tienen ojeras de penitencia y de pecado, misterio de razas acabadas, secretos anhelos de placer o de amor, reverencias a un pasado ya sin ritmo vital, melancolía que busca el compás de la guitarra y sensitivo ademán de salmo. Mujeres dolientes, paganas, de mitos y liturgias extintos, que lloran y sonríen, increpan o blasfeman, rezan o callan. Son como un extraño miserere saturado de sensualidad. Por esto las mujeres del autor de «La consagración de la copla» son suyas nada más. Para imitarlas se necesita llamarse Julio Romero de Torres. Y ser de Córdoba…
Lógico parece, pues, que ciertas inquietudes artísticas estuviesen alejadas de nuestro pintor. Lo están de su manera, no de su espíritu, abierto a las innovaciones de los tiempos.
– Yo no opino – observa – sobre arte. La misión del pintor es pintar. Quédese el opinar para los críticos. Así que, sin juzgar a nadie, cabría decir que el actual movimiento artístico está mal planteado; la discusión entre vanguardistas y sus adversarios se me antoja fuera de razón por causas que sería muy largo enumerar. Tanto se exagera, que a veces el discutidor se convierte en energúmeno, llegano los núcleos en lucha a amenazar con despedazarse… No gusto de discutir; me limito a producir. No quiere decir esto que deje de ser un espectador, porque creo sinceramente que en todas las nuevas modalidades hay algo aprovechable, útil, y acaso la inquietud reformadora sea la inicial de nuevas conquistas artísticas. Y entretanto, enseña.
En efecto: Julio Romero trabaja sin cesar. Sólo se permite un descanso para correr a Córdoba, aspirar sus jazmines y recoger la visión de los lirios esbeltos y de las blancas azucenas, para trazar luego las líneas flexibles de los cuerpos y las finas y prolongadas manos de las mujeres de sus cuadros. Cuand abandona paleta y pinceles, ya el atardecer ha puesto en el estudio sus violadas ojeras de cansancio. Entonces, el galgo estilizado que hundía el cuerpo en una butaca sacude la espera, estira el azabache de su piel como una goma y parece surgir del fondo de un jeroflífico egipcio.
Firmado por DARIO PÉREZ.La Libertad (Madrid. 1919). 1929. Fuente : Hemeroteca Digital Prensa Histórica BNE.

 

TRANSCRIPCIÓN LITERAL REALIZADA POR PROYECTOGARLO.

CARTEL 2024 CENA BENEFICA jpg – Proyecto Garlo
JMC 4 FOTO jpg – Proyecto Garlo

Julio Romero de Torres en Córdoba, pasión y duende.

Obras Comentadas por Jorge Bustamante Luján desde El Perú. Colaborador de ProyectoGarlo.

Comenzamos a presentar una serie de obras destacadas en el Universo del pintor universal cordobés D. Julio Romero de Torres (1874.1930). Gracias a la colaboración del estimado investigador limeño Jorge Bustamante Luján, amigo de ProyectoGarlo, y conocedor de la Historia del Arte en diferentes facetas y visiones complementarias.
Hoy iniciamos este camino con la obra comentada titulada: Alegrías, 1917, Óleo sobre lienzo, 161 x 157 cm.
Museo Julio Romero de Torres en Córdoba.
Julio Romero de Torres a Cordoba, passione e fascino: Opere Commentate da Jorge Bustamante Luján dal Perù. Collaboratore di ProyectoGarlo.
Iniziamo a presentare una serie di opere in primo piano nell’Universo del pittore universale cordobese D. Julio Romero de Torres (1874-1930). Grazie alla collaborazione dello stimato ricercatore limeño Jorge Bustamante Luján, amico del ProyectoGarlo, e conoscitore della Storia dell’Arte in diverse sfaccettature e visioni complementari.
Oggi iniziamo questo percorso con l’opera commentata intitolata:
Alegrías, 1917, Olio su tela, 161 x 157
cm. Museo Julio Romero de Torres a Cordoba.
Jorge Bustamante Luján. Lima, Perú. Colaborador de ProyectoGarlo.
Traducción Italiano por Jean Bruschini. Roma, Italia. Director Kultura Channel. Colaborador de ProyectoGarlo.

Articulo entero sobre Córdoba, Romero de Torres y la Imperio. Año 1911, en El Imparcial.

Consideraba de alguna novedad para los lectores de El Imparcial dar noticias reciente de las excavaciones hechas en Medina-Zahara, en tierras que los cordobeses de hoy llaman «Córdoba la vieja», y en el Registro de la propiedad están inscritas a nombre de los herederos de Rafael Molina «Lagartijo». Tal y como hice el viaje a las estribaciones de la sierra en el coche de otro Rafael no menos cordobés y no menos sonado, el «Machaquito», hay asunto para un rato de amistosa conversación, sin sacar a relucir para nada mis emociones personales, desbordantes y cálidas, como es de imaginar, tratándose de la primera visita a Córdoba.
Pero al coger hoy la pluma con ánimo de contar la exhumación de Medina-Zahara, acude, envuelta en esa serena luz que parece venir de ella y no del cielo, toda Córdoba, tanto que es imposible saltar sobre los recuerdos y dejar a un lado la ciudad viva para presentaros unas piedras y unos vidrios de un palacio que fue, aunque fuera el más maravilloso palacio del mundo. Creo que Córdoba bien vale la pena de un paréntesis en esta información.
Ser español y no haber sentido la belleza de Córdoba es ser español a medias. Sin verla, falta la conciencia de un pasado magnífico y poderoso que es nuestro, que nos pertenece aunque lo engendraran otras razas en otras tierras. Antes de ir, Córdoba es para nosotros la huella viviente de la invasión árabe, quizá la más expresiva y la más melancólica. Imaginamos que sobre sus calles curvas y empinadas flotarán todavía el alquicel de Almanzor y el velo de la divina Zahara; vemos en los jardines iluminados por la luna volver a alzarse el fantasma de aquellos sabios-poetas que luchaban entre sí para cantar en cuatro versos la galanía de una flor en un vaso de cristal. Confieso sinceramente, y el único valor de la confesión está en la sinceridad, que siempre me pareció la cultura árabe en España el prototipo del saber retórico. Ligera, vaga, como un perfume, como un narcótico, servía únicamente para formar alrededor del poder una nube sonrosada, con las promesas del Corán, y las nimiedades de la galantería. Confiados en la imaginación, sentíanse capaces de educarse a sí mismos como el filósofo autodidáxico, sin abrir los ojos, sin tocar la tierra. Herencia que pesa sobre nosotros todavía, la única que podían legarnos los árabes con la mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada y el Alcázar de Sevilla. Aquella hazaña del primer Alhakena que empaló a orillas del Guadalquivir a trescientos vecinos del Arrabal, les arrasó el barrio, desterró a más de veinte mil y les obligó a ir como sombras sangrientas por tierras y mares hasta que la desesperación les hizo héroes y les empujó a conquistar Alejandría y la isla de Creta; aquella barbarie, que luego disculpaba el rey poeta al son de la citara, me parecía el rasgo más expresivo de la situación del pueblo, siempre aterrado entre las algaradas cristianas y el capricho o las luchas de sus propios señores. Todo en medio de elegantes discursos y cabezas cortadas a cercén.
Pero la leyenda de la España Árabe, tejida de lecturas, vale mucho menos que la realidad de Córdoba, como hoy la vemos, con el crucero cristiano junto al Mirab de la Mezquita y el «Ave María Gratia plena» sobre la lápida que grabó Almanzor, con las casas señoriales de los conquistadores llenas del espíritu del Renacimiento y la orilla romana que atestigua la vieja tradición del Guadalquivir. Recorriendo las calles antiguas, dentro y fuera de la Mezquita, no siento la emoción de las cosas muertas. Quizá el turista extranjero se complazca en creer que pisa ceniza de siglos; para mi, en Córdoba, los siglos están vivos, y de tal modo, que la ciudad tiene más vida que sus habitantes. Ella es la que domina. Ellos parece como si hubieran renunciado al presente convencidos de que no son estos los tiempos de una raza soñadora, elocuente y enamorada. Son grandes señores que perdieron por propia culpa su patrimonio, son graves, silenciosos, y tienen en su rostro y en sus movimientos una severa dignidad.
Y, sin embargo, el gran pecado de los cordobeses es, a mi juicio, el de creer que Córdoba es historia. El fruto de las dos culturas, mora y cristiana, tomó al llegar a Córdoba un sabor enérgico, intenso, el sabor fuerte de la tierra. No se ha perdido nada: el prodigio de la Mezquita, la arquitectura civil hecha por los descendientes de un pueblo maestro en el arte de gozar la vida dentro de casa, puede servir de modelo a todas las ciudades meridionales y levantinas. Por si algo faltaba, la Sierra, siempre joven, les guarda sus reservas de Naturaleza. 
– Yo creo – le he dicho a Julio Romero de Torres – que, a fuerza de quererla, los cordobeses no sacan partido de Córdoba.

Desde el mismo patio del Museo Provincial de Córdoba, año 1911.

Hablábamos en el patio del Museo provincial que regenta su hermano, como antes lo regentó su padre. Hay en medio una fuente que borbota con alegría bajo el cielo azul. Desde las paredes claras cuatro caminitos de tradición mora hechos de canto rodado llevan a ver la pila donde se mueven lentamente unos pececillos de naranja brillante. Luz intensa. Silencio. Quietud. Es el patio de un convento desamortizado que, aún no siéndolo, guarda, como todo lo cordobés, cierto sabor mudéjar. A un lado está el Museo, en la nave del templo, llena hasta rebosar de cuadros que se amontonan por falta de espacio: un Murillo, un Valdés Leal, un Zurbarán, un magnífico Ribera y la colección admirable de primitivos españoles, algunos cordobeses. En la salita de escultura dominándolo todo, antiguo y moderno, un busto campesino de Julio Antonio, artista muy joven, que hará hablar mucho de él, y que se llamará Julio Antonio de Córdoba, cuando haya realizado su monumento a «Lagartijo». A otro lado el estudio, y atravesando un jardín o patizuelo irregular, florecido de naranjos, la vivienda. Al fondo de una puerta diviso el arranque de la escalera, y por ella asciende sin ruido una graciosa figurita florentina.
Tan íntimo, tan recogido es este Museo familiar donde despertaron a su vocación los Romero de Torres, que me parece ver flotando sobre él todo el espíritu exquisito y cultivado de la ciudad. Tiene, como Córdoba, la tradición; tiene dentro la fuerza creadora. Allí están esas mujeres pensativas, de cara pálida, frescas y firmes de cuerpo, que suele pintar Romero con un libro en la mano o un nardo. Ante los lienzos no tengo más remedio que reconocer mi error. Hay alguien en Córdoba que sabe sacar partido de Córdoba.
Esas mujeres, con sus tonos cálidos rebajados de intento – los cielos oscuros a fuerza de profundidad -, y la mirada pasiva, como si esperaran, no necesitan detalles locales, la esquina de una casa con un solo hueco en lo alto, el tejadillo volado, la sierra, para mostrar su origen cordobés.
Pero junto a ellas he visto un retrato que acaba de pintar Romero de Torres: el de Pastora Imperio. ¿Cómo está «la Imperio»? como debe quedar en la leyenda de su arte, intangible para el Gallito y para la muerte, con su aire de dominadora y sus ojos de tigre revelando terribles energías internas. Lleva la mantilla tendida y el brazo derecho, que iba a alzarse sobre la cabeza, se detiene en un gesto soberbio para desplegar todo el vuelo del lienzo transparente. El pecho, ceñido, rebosante; el talle, de amazona, muere en una larga saya bizantina, bordada de oro. Toda la figura tiene algo de hierático, y la belleza del modelo adquiere no sé que misterioso realde como si hubiera acertado a representar un esfuerzo del alma. – He visto ahora a la Pastora Imperio, que hoy ya no se llama la Imperio, y hablando de este retrato, me ha dicho:
– Yo no sé lo que tiene ese demonio de cordobés, que con mirarme a los ojos me «arrebañó» por dentro.
Son los ojos y es también el leve fruncimiento de la boca que señala una voluntad.- Ninguno, entre todos los retratos cordobeses, puede tener tal gesto de dominio, porque no me parece aventurado decir que al genio de la raza sólo le falta eso: la sonrisa de la acción.
Luis Bello. En el Imparcial, año 1911.

TRANSCRIPCIÓN LITERAL REALIZADA POR PROYECTOGARLO.

No Comments

Post A Comment

ARTE EN CÓRDOBA