Dos mujeres desnudas, separadas por el sombrero cordobés volcado en medio, se lanzan el reto de sus cuerpos magníficos. Son dos figuras encantadoras: finas, estilizadas, de armonía y proporción, de serena sensualidad. Una de ellas, la de la izquierda, es rusa. Vino en una compañía de opereta. No encontró «su» pintor en toda Europa. Deseaba llegar a Madrid para encontrar a Romero de Torres. En cuanto entró en la capital de España, corrió al estudio del ilustre pintor y le hizo el regio presente artístico de su cuerpo, que él, para corresponderlo, llevó al lienzo con su pincel de magia. La mujer desnuda de Romero no quita mérito a sus mujeres vestidas. Pregónalo «La sombra de la noche», que se reclina junto a «Las dos rivales». Representa un grupo meretricio que ampara en la obscuridad su oferta. Vestidas están ciertamente, casi ocultas, más que por la noche y por sus vestidos, por los mantones que las arrebujan: pero la escualidez de los rostros, el desmayo del vicioso cansancio, los agudos perfiles y las miradas encanalladas, lujuriantes y codiciosas, no borran, en su realismo, un gesto noble; el del pincel que paso fugitivo sobre las figuras prostibularias.
¿Cómo adquirió su manera inconfundible Julio Romero de Torres? Sería inútil preguntárselo. El no ignora su maestría, que reconocen cuantos vieron sus obra (a gritos se lo dicen los premios conseguidos, la preferencia por sus obras, el ditirambo de los críticos, el recelo de algunos camaradas); pero su modestia le hace sordo para oír y ciego para ver. Benavente dijo que sus cuadros no deberían ir al Museo de Arte Moderno, sino al Museo del Prado, y él, a lo sumo, reduce su hiperbólico «autobombo» a un sencillo: «No está mal». Sin embargo, no hace falta que él lo diga. Sus antecedentes artísticos explican lo que él calla para … no hablar de sí mismo.
Nació en Córdoba en un suntuoso edificio de los Reyes Católicos. En él, D. Rafael Romero Barros, padre de Julio, fundó el Museo de Pinturas, el Museo Arqueológico y la Escuela de Bellas Artes. D. Rafael Romero, gran pintor, escritor y arqueólogo ilustre, creó y difundió la actual cultura artística cordobesa. El fue, verdaderamente, el maestro de su hijo y, sin duda, del hermano de Julio, Rafael, muerto prematuramente, pintor y dibujante maravilloso (en Roma le decían, «el Fortuny cordobés»); como también de su otro hijo, Enrique, actual director del Museo y continuador de la gran labor de su padre. En ese ambiente propicio se despertaron las aficiones artísticas de nuestro ilustre silueteado.
La primera época fue de tanteos y vacilaciones. El decaimiento anuló el trabajo. Su afición nativa no sesteaba y le llevó a conocer el movimiento artístico de primeros de siglo. Visitó las principales capitales europeas y las pinacotecas más famosas. Entonces el impresionismo, entre otras tendencias, inquietaba no poco. En ese viaje, Julio Romero afirmó su personalidad y definió su destino. Poco después, en 1906, sus «Vividoras del amor», en medio de fragoroso escándalo, comenzaron a tejer la corona de sus triunfos.
Sin embargo, es de preguntar que si Romero de Torres no hubiese nacido en Córdoba y sus aptitudes nativas no hubiesen florecido en un ambiente de misterio y nostalgia, nunca su personalidad hubiera logrado definirse y confirmarse. Así, Andalucía tiene su copla y Córdoba su pintor. Y el pintor y la copla, su mujer. Mujer de misterio, de copla. Mujer que es toda Andalucía; porque ella, en su dramatismo del gestor y sugestión del mirar, y líneas del busto y pasión de las flores, simboliza una tierra que está ungida por la gracia y diluye su alegría popular en una reverberación de santidad y de pecado que desmaya en el origen oriental de razas extinguidas, cuyas huellas se pierden en luces y sombras, cristalizadas en la copla del pueblo, sencilla, delicada y triste. Andalucía es su copla, como Córdoba es un suspiro; y la mujer andaluza está formada por suspiro y copla, aliados en el pincel de Romero de Torres, espíritu monacal, erótico, candoroso y gitano, filtrado en sus mujeres de ensueño.
La mujer de Julio Romero no es ni podía ser otra que la mujer andaluza, y si se alambica la representación, la mujer cordobesa. Córdoba, en la penumbra silente de la Mezquita florecida en las palmeras de su columnata; en el ritmo claustral de sus callejones, al pie de la Torre de Mal Muerta y endiademada por sus ermitas; en la paz penitencial de una expiación remota, trémula aún por el recuerdo del exorcismo; soledad doliente cuyo fondo atávico constituye un reflejo de misticismo y paganía; con los naranjales y azahares que ponen un destello alegre en el ascetismo secular, es el marco propio de la copla, ennoblecida por la inspiración de los Machado y los Quintero y encarnada en la mujer que pinta Romero de Torres. Por esto, sus mujeres tienen ojeras de penitencia y de pecado, misterio de razas acabadas, secretos anhelos de placer o de amor, reverencias a un pasado ya sin ritmo vital, melancolía que busca el compás de la guitarra y sensitivo ademán de salmo. Mujeres dolientes, paganas, de mitos y liturgias extintos, que lloran y sonríen, increpan o blasfeman, rezan o callan. Son como un extraño miserere saturado de sensualidad. Por esto las mujeres del autor de «La consagración de la copla» son suyas nada más. Para imitarlas se necesita llamarse Julio Romero de Torres. Y ser de Córdoba…
Lógico parece, pues, que ciertas inquietudes artísticas estuviesen alejadas de nuestro pintor. Lo están de su manera, no de su espíritu, abierto a las innovaciones de los tiempos.
– Yo no opino – observa – sobre arte. La misión del pintor es pintar. Quédese el opinar para los críticos. Así que, sin juzgar a nadie, cabría decir que el actual movimiento artístico está mal planteado; la discusión entre vanguardistas y sus adversarios se me antoja fuera de razón por causas que sería muy largo enumerar. Tanto se exagera, que a veces el discutidor se convierte en energúmeno, llegano los núcleos en lucha a amenazar con despedazarse… No gusto de discutir; me limito a producir. No quiere decir esto que deje de ser un espectador, porque creo sinceramente que en todas las nuevas modalidades hay algo aprovechable, útil, y acaso la inquietud reformadora sea la inicial de nuevas conquistas artísticas. Y entretanto, enseña.
En efecto: Julio Romero trabaja sin cesar. Sólo se permite un descanso para correr a Córdoba, aspirar sus jazmines y recoger la visión de los lirios esbeltos y de las blancas azucenas, para trazar luego las líneas flexibles de los cuerpos y las finas y prolongadas manos de las mujeres de sus cuadros. Cuand abandona paleta y pinceles, ya el atardecer ha puesto en el estudio sus violadas ojeras de cansancio. Entonces, el galgo estilizado que hundía el cuerpo en una butaca sacude la espera, estira el azabache de su piel como una goma y parece surgir del fondo de un jeroflífico egipcio.
Firmado por DARIO PÉREZ.La Libertad (Madrid. 1919). 1929. Fuente : Hemeroteca Digital Prensa Histórica BNE.
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